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El encanto invisible de Marilina Ross


04 de agosto de 1982 - Diario El País

CRÍTICA: El cine en la pequeña pantalla

El encanto invisible de Marilina Ross

Por: DIEGO GALAN

En el Festival de San Sebastián de 1974 se descubrió el cine argentino. Fue un revuelo. Nos dimos de cuenta que el olvido al que se habían sometido las cinematografías latinoamericanas era antes producto de nuestra ignorancia que de una seria elección estética. Las películas bonaerenses coincidían en mostrarnos un rigor dramático que en España se había perdido bastante bajo los efectos de la dictadura y que sólo esporádicamente algunos francotiradores eran capaces de desarrollar. Los actores constituyeron la principal sorpresa. Héctor Alterio, Luis Politi y Walter Vidarte encabezaban una larga lista que en el terreno de las mujeres protagonizaba sin duda Marilina Ross, una sensible y menuda actriz con capacidad para dar emoción tanto a un tópico y desmelenado papel melodramático como al personaje más conflictivo. En La Raulito encarnó con pasión a una adolescente marginada que busca su libertad en un mundo que la reprime; los espectadores españoles entendieron la calidad de este trabajo convirtiendo la película, que había dirigido el actor Lautaro Murúa, en un importante éxito de taquilla.
La buena recepción que los cineastas argentinos tuvieron en aquel festival contrastaba, sin embargo, con las dificultades políticas que vivían en su propio país. Como síntoma baste decir que La Patagonia rebelde, excelente película de Héctor Olivera, continúa aún prohibida en Argentina. Y no es la única. Fueron varios los cineastas que decidieron entonces probar fortuna en España. Gracias a ello los actores argentinos nos han legado un sistema de trabajo que supera la intuición fácil para inspirarse en un método que desarrolla con eficacia su capacidad de comunicación. Marilina Ross, por ejemplo, demostró su buen hacer en los personajes principales de La reina zanahoria, Al servicio de la mujer española o El hombre de moda.
También Lautaro Murúa deshizo sus maletas en España. Trabajó esporádicamente como actor, pero no lo suficiente como para compensarle la angustia del exilio. Lógico fue entonces que a alguien se le ocurriera repetir la fortuna de La Raulito encargándole una segunda parte que explotara los elementos de la primera: ternura, vaga crítica social, interpretación brillante. Pero esta vez no hubo éxito. La Raulito, en libertad era una película forzada a la que las circunstancias habían desprovisto de frescura narrativa, de aquella sinceridad que inspiró la primera parte. El dolor del exilio impidió la libertad de creación. El buen cine argentino había nacido en un contexto coherente que no se podía trasladar miméticamente a otro país. Ni siquiera el esfuerzo de ambientar las nuevas peripecias de La Raulito en tierras españolas sirvió para darle verosimilitud a la película. De ella queda, como mucho, el encanto inevitable de Marilina Ross.


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